domingo, agosto 03, 2025

Guardaparques: custodios de la tierra neuquina

Cada 31 de julio se celebra el Día Mundial del Guardaparque, una jornada para reconocer a quienes dedican su vida a proteger los ecosistemas más valiosos del planeta. En Neuquén, esta vocación se vive a cuerpo entero.
En conmemoración del Día Mundial del Guardaparque, te contamos tres historias desde el corazón del territorio neuquino que nos invitan a mirar con otros ojos las áreas naturales protegidas: Rodolfo, Nicolás y Florencia comparten su vida entre volcanes, lagunas, estepas y cipreses y araucarias milenarias.
En las vastas geografías neuquinas, donde los vientos del sur tallan la roca y el silencio es más antiguo que las palabras, habitan mujeres y hombres que custodian los ecosistemas más frágiles y bellos de nuestro territorio. Se los llama guardaparques, pero su tarea va más allá de cuidar: educan, patrullan, contienen incendios, conocen cada huella y cada canto. Son los verdaderos guardianes del equilibrio natural.


Cabe mencionar que en la provincia del Neuquén existen hoy 12 Áreas Naturales Protegidas provinciales, cada una con su historia, su biodiversidad y su desafío particular. Y detrás de cada una, hay personas que decidieron hacer de ese paisaje su lugar en el mundo.
Rodolfo Freire – Tromen, la escuela del viento
Si Tromen pudiera hablar, diría el nombre de Rodolfo Freire como quien nombra a un hijo querido. Hace más de veinte años que este guardaparque convive con los silencios y las tempestades de uno de los paisajes más imponentes del norte neuquino. “Soy nacido y criado cerca del área”, dice con naturalidad, como si el volcán, los humedales y las aves fueran parte de su familia extendida. Cuando se abrió el concurso para el cargo, no dudó en presentarse: ya conocía el territorio, ya lo sentía suyo.
Desde entonces, ha sido testigo privilegiado de transformaciones profundas. “Los humedales del área han cambiado mucho desde la sequía que comenzó en 2010. La laguna, el bañado Los barros… todo eso que era vida, se fue secando”, explica con tristeza, consciente de que el cambio climático no es una teoría, sino una experiencia encarnada. También la trashumancia, práctica ancestral en la zona, ha sentido el impacto de estos desequilibrios. “Es difícil decir que va a seguir igual después de todo esto”, reconoce.


A lo largo de los años, Rodolfo ha acumulado historias suficientes como para escribir varios libros. “Tenemos anécdotas muy lindas y no tan lindas”, dice con la sabiduría de quien ha aprendido que la naturaleza, como la vida, siempre ofrece sus dos caras. Pero hay algo que no ha cambiado jamás: su vínculo emocional con Tromen. “Es una escuela. Es energía, libertad, magia. Es aire puro. En Tromen se puede ver, a simple vista, el poder de la madre naturaleza”.
Ese respeto profundo por la tierra lo llevó también a defender con pasión el rol de los guardaparques en este contexto de urgencias ambientales. “Si no hay guardaparques, no hay conservación”, sostiene con firmeza. Su mirada es crítica sobre muchas de las prácticas turísticas que, lejos de cuidar, degradan. “Nuestro trabajo es clave para educar, sobre todo a las comunidades vecinas. Necesitamos más educación ambiental, más conciencia”
A quienes recién empiezan en esta profesión, les deja un mensaje claro: “Es el trabajo más hermoso del mundo. Un poco solitario, lleno de aventura, donde la naturaleza te sorprende a cada segundo. Pero hay que estar preparado para enfrentar cada día”.
Nicolás Nicotera – El futuro también se protege


A veces, los sueños tienen forma de sendero. Para Nicolás Nicotera, ese sendero lo llevó lejos de casa, entre bosques de cipreses antiguos y horizontes patagónicos donde el silencio tiene voz propia. Desde 2023, es guardaparque en el Área Natural Protegida Cañada Molina, uno de los rincones con mayor valor de conservación, que protege cipreses con características genéticas únicas.
Su llegada al cuerpo de guardaparques no fue casual. “Siempre me atrajo la naturaleza, aunque no sabía qué hacer con mi vida hasta terminar el secundario. Me senté a pensar y supe que quería trabajar lejos de los problemas de las ciudades, cerca de lo que realmente importa”, cuenta con honestidad. Estudió la carrera y cuando se abrió el concurso, no lo dudó. Fue un cambio de vida profundo. “Dejé muchas cosas atrás para abrir este nuevo camino”.
Recuerda con emoción su primera patrulla en solitario. “Caminaba por un sendero y me di cuenta de que había cumplido mi objetivo: ya estaba trabajando en el lugar que debía proteger. Fue una sensación hermosa, de plenitud”. Pero no todo fue fácil. El mayor desafío fue, quizás, el más íntimo: la distancia con su familia. “Al principio sufrí mucho estar lejos de mis padres, hermanos, abuelos. Los visito cada 4 o 6 meses. No es sencillo, pero uno aprende a llevar ese amor también en la mochila”.
Hoy, lo que más le entusiasma es pensar en el legado. “Me emociona saber que estoy ayudando a conservar un lugar para que las generaciones futuras puedan disfrutar de su diversidad. Que puedan ver lo mismo que yo veo ahora”. Su
Y aclara algo que para él es fundamental: “La gente a veces piensa que solo estamos para controlar o prohibir cosas. Pero también educamos, plantamos especies nativas, monitoreamos la fauna, hacemos mantenimiento, reforestamos. Hay muchas tareas que no se ven, pero que hacen la diferencia”.
Cuando camina entre los cipreses de Cañada Molina, se siente en casa. Ese árbol -viejo, noble, silencioso- se convirtió en su símbolo de pertenencia. “Es la planta que más me gusta proteger, por su antigüedad, por su valor único, por todo lo que representa”. Y concluye: “Ser guardaparque es proteger, controlar y conservar los recursos naturales, educando para que entre todos podamos disfrutarlos sin destruirlos”.
Florencia Melisa Fagini – Vocación que brota del corazón del bosque


Hay sueños que nacen cuando todavía somos chicos, pero que necesitan tiempo para florecer. Así le ocurrió a Florencia Melisa Fagini, hoy guardaparque de las Área Naturales Protegidas Batea Mahuida y Chañy. Durante años trabajó en una empresa, creyendo que quizás ese tren ya había pasado. Pero un día, después de estudiar la carrera, vio la convocatoria para el concurso provincial y encendió una chispa. Preparó sus papeles, se postuló y esperó. Cuando finalmente llegó el correo con la noticia, supo que algo profundo cambiaba: “Al fin estaba donde anhelaba estar desde siempre: cuidando un pedacito de nuestro planeta”.
Ser mujer y guardaparque en un entorno históricamente masculino no solo es un logro personal. Para Flor, es también una forma de abrir camino. “Representa romper estereotipos y demostrar que la pasión por la conservación no tiene género. Es un orgullo y una responsabilidad enorme. Ser guardaparque en este lugar que siento como una extensión de mí misma le da sentido a todo”.
Su trabajo es diverso y exigente. Desde educación ambiental y restauración de ambientes hasta patrullajes, planificación y monitoreo de especies, cada día es diferente. “Lo que más me apasiona es la fauna. Disfruto cada recorrido en el que puedo encontrar rastros, huellas, aves o señales de vida. Me emociona especialmente el monitoreo de la Ranita Patagónica, una especie endémica y en peligro de extinción. Ser parte de su protección me llena de felicidad”.
Los desafíos existen, y uno de los más frecuentes es tener que explicar a los visitantes por qué ciertas actividades no están permitidas. “Muchas veces lo que para mí es obvio, no lo es para todos. Pero en lugar de confrontar, dialogamos. Apostamos a que la gente entienda por qué protegemos estos lugares, que se sientan parte de esta tarea”.
Y si alguien se transforma después de una charla, entonces todo vale la pena. “Cuando hablo con niños y niñas en las escuelas, les cuento sobre el monito del monte. Aunque parezca un ratón, tiene características únicas, y su presencia nos indica la salud del bosque. Es un fósil viviente. Ellos se emocionan y replican lo que aprenden en sus casas. Esa conexión genuina con el ambiente es lo que más me motiva”.
Para Florencia, la mirada femenina aporta sensibilidad, empatía y una forma integral de relacionarse con la naturaleza y las comunidades. “Tenemos una capacidad especial para construir puentes y escuchar. Esa conexión es clave para lograr una conservación verdaderamente sostenible”.
Con sus binoculares siempre a mano, el aroma de las araucarias en el aire y el corazón abierto a cada ser viviente, Flor no solo protege un bosque: inspira a otras a hacerlo también. A las niñas que sueñan con ser guardaparques, les deja un mensaje claro: “Preparate, estudia, y no dejes que nadie te diga que no podés. El mundo necesita más guardianas de la naturaleza”.
Una misma vocación, tres miradas
Aunque sus trayectorias son distintas, Rodolfo, Nicolás y Florencia coinciden en algo esencial: la tarea de ser guardaparque es, ante todo, un compromiso de cuerpo entero con la naturaleza y las generaciones futuras.
Cada uno, a su manera, lleva consigo un objeto personal en las patrullas que los acompaña como símbolo de esa entrega: Rodolfo busca “cumplir con lo planificado y regresar bien”, con una sobriedad forjada en años de monte. Nicolás sale al campo con un propósito claro: “ayudar en la conservación, dejando el menor impacto negativo posible”. Florencia, en cambio, nunca se olvida de sus binoculares, esa herramienta que le permite observar sin perturbar, acercarse desde el respeto.
A la hora de condensar su oficio en una sola frase, no hay vueltas: “Extraordinario”, dice Rodolfo. “Proteger, controlar y conservar los recursos naturales, educando para que entre todos podamos disfrutarlos”, resume Nicolás. “Dedico mi vida a proteger la biodiversidad e inspirar a otros a ser más amables con lo que nos rodea”, afirma Flor.
También hay aromas, flora, fauna, imágenes y sonidos que los devuelven de inmediato a sus territorios: para Rodolfo, es una canción del grupo Tromen, “Volver a mi tierra”; para Nicolás, la visión majestuosa de un ciprés de la cordillera; para Florencia, el pehuén, esa araucaria centenaria que resguarda desde el tiempo ancestral.
Y si bien los tres sienten que todas las especies son igual de valiosas, cada uno tiene sus predilecciones: Nicolás protege con especial cuidado al ciprés por su genética única; Flor siente una profunda conexión con el monito del monte, “un fósil viviente” que habita en los bosques que cuida; y Rodolfo, con su experiencia, se niega a elegir: “Todas están al mismo nivel. A todas tengo que protegerlas por igual”.
En un mundo que cambia, que a veces arrasa, los guardaparques de Neuquén se plantan como árboles en la tierra. Callados, firmes, atentos. Cuidan lo que muchos no ven y educan sin levantar la voz. Son vigías del monte y del agua, de las aves que regresan, de las huellas que desaparecen. Son testigos del silencio y del canto.
Y aunque usen uniforme, cada uno lleva su historia, su sensibilidad y su manera de estar en el mundo. Lo que hacen no es un trabajo. Es una forma de vivir.

ETIQUETAS: Guardaparques Parque Nacional Laguna Blanca Parque Nacional Lanín